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¿Galgos o podencos?

martes 14 de diciembre de 2021
¿Galgos o podencos?

Estimados: se acercan las Fiestas Navideñas y los correos que llegan a este consultorio sentimental, por estos días, dan cuenta de los dramas familiares que comienzan a desatarse alrededor de los preparativos. Esta semana me ha escrito Ernestina para relatarme una disputa que mantiene con su hermana Marga desde hace varios años y que divide en dos bandos a la familia, cada Navidad. Las dos hermanas nunca discuten con respecto a la comida, ni a los horarios o el lugar del festejo, y se ponen siempre de acuerdo para decidir a quién invitar. Sin embargo, hay una ríspida cuestión, que es la razón de la desavenencia, que se repite cada diciembre y está relacionada con las bombachas rosas. Ernestina cree firmemente que la tradición manda estrenar una bombacha rosa en la Nochebuena para propiciar la buena suerte. Marga, por su parte, piensa que la bombacha rosa se debe regalar la noche del 24 para que sea estrenada en Año Nuevo, para ella esa es la verdadera costumbre. Por esto es que Ernestina me escribe, para pedirme que yo, Agalina, actúe de mediadora y resuelva el pleito de una vez por todas y su familia tenga las Fiestas en paz.

Gran responsabilidad pone en mis manos, querida Ernestina. No es que me guste mucho esto de juzgar quién tiene la razón, pero este consultorio sentimental es un sacerdocio, no me puedo negar. Pues bien, como corresponde, investigué el tema, para no decir una cosa por otra. Al parecer, antiguamente los cristianos encendían una vela rosa el tercer domingo de Adviento, como símbolo de alegría por la conmemoración del nacimiento de Jesús. Lo que no he logrado dilucidar es cómo llegamos desde ese rito cristiano, a la costumbre actual de las bombachas rosas. Es un misterio que la historia aún no ha revelado.

Debo admitir que, mientras meditaba sobre su consulta, me sentía un tanto frustrada al ver que los orígenes del ritual no nos podían iluminar demasiado. Quizás porque esta es una época sensible del año, también comencé a recordar mi infancia. Y con ella, una fábula que me enseñaron en la escuela y que yo solía recitar de memoria. Se llama Los dos conejos y pertenece a Tomás de Iriarte, uno de los fabulistas más importantes del Siglo XVIII. Como no es demasiado extensa, si usted me permite, se la voy transcribir, dice así:

“Por entre unas matas, / seguido de perros/ -no diré corría- /volaba un conejo. / De su madriguera / salió un compañero, / y le dijo: «Tente, /amigo, ¿qué es esto?» / «¿Qué ha de ser? -responde-; / sin aliento llego... /Dos pícaros galgos / me vienen siguiendo» / «Sí -replica el otro-, / por allí los veo... / Pero no son galgos». / «¿Pues qué son?» «Podencos». / «¿Qué? ¿Podencos dices? / Sí, como mi abuelo. / Galgos y muy galgos; / bien vistos los tengo». / «Son podencos, vaya, /que no entiendes de eso». / «Son galgos, te digo». / «Digo que podencos». / En esta disputa / llegando los perros, / pillan descuidados / a mis dos conejos. / Los que por cuestiones / de poco momento / dejan lo que importa, / llévense este ejemplo”.

Ya sabrá, Ernestina, que no soy muy dada a las moralejas. Sin embargo, creo que la fábula encierra un sabio envío: perder el tiempo es discusiones vanas, a veces nos deja desprotegidos ante verdaderos peligros. Fíjese lo que les pasó a los dos conejitos, que se distrajeron discutiendo si los perros que corrían hacia ellos eran de una clase o de otra, y vea cómo terminaron. Seguramente a todos se nos vienen ejemplos, de todo tipo, de situaciones de la vida diaria en que somos como los conejos de la fábula. ¿No le parece, Ernes querida?

Tal vez, usted y su hermana puedan crearse un ritual nuevo (Agalina cree mucho en los rituales, ya lo saben), que incluya bombachas de otro color, o que no tenga nada que ver con ropa interior. Confiando en que serán creativas y podrán llegar a un acuerdo antes del 24, me despido afectuosamente.

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