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La casa de los leones

lunes 20 de septiembre de 2021
La casa de los leones

Estimados: aquí está Agalina, de regreso, gratamente abocada a responder las consultas que llegan a su correo. En esta oportunidad, le responderé a León enjaulado, quien me cuenta acerca de una situación familiar que le provoca gran irritación. El seudónimo que ha elegido ya nos da claras señales de su estado. Al parecer el novio de su hija menor es un joven que carece de oficio o profesión y no demuestra vocación ni habilidades para tarea alguna, dedica las horas de sus días a descansar y alimentarse en casa de sus futuros suegros. Para completar el cuadro, la esposa y la madre de León adoran al joven holgazán, cocinan para él, lo consienten y le han entregado plenos poderes sobre el control remoto.

Mi querido León: ya sabrá usted que más que dar consejos, yo dejo que mis historias hablen por mí. La que hoy les voy a contar, a usted y a los apreciados lectores, es trágica pero reveladora. Si no fuera así, para qué se la iba a contar, ¿verdad?
Pues bien, aquí va esta leyenda urbana que ha venido a mi memoria al leer su mail, y cuyo escenario es el porteño barrio de Barracas. Hacia fines del Siglo XIX esta zona, y en particular la llamada calle larga (hoy, Avenida Montes de Oca,) se habían convertido en las preferidas de los aristócratas de la época para emplazar sus casas quintas. Entre ellos, la familia Díaz Vélez residía en una mansión de estilo francés que aún se conserva en Montes de Oca al 100, justo al lado del actual Hospital de Niños “Pedro Elizalde”. Don Eustoquio Díaz Vélez, el patriarca, era un ganadero, propietario de grandes extensiones de tierra, que se había casado con su sobrina Josefa Cano Díaz Vélez y vivía desde 1880 en esta magnífica residencia. Millonario excéntrico, Don Eustoquio había mandado traer de África tres leones para custodiar la mansión. Los soltaban por la noche en los enormes jardines y en el día los encerraban en unas jaulas que para ese fin habían colocado en el subsuelo de la casa.

Don Eustoquio, como usted, León, tenía una hija. Se llamaba María Mathilda. Resulta ser que la adinerada jovencita se había enamorado de un igualmente adinerado joven, Juan Aristóbulo Pittamiglio, hijo de otro próspero ganadero. Como era correspondida y la relación contaba con el beneplácito de sus respectivas familias, muy pronto los novios decidieron casarse. La fiesta de compromiso, tal cual la costumbre de la época y de la clase social, habría de realizarse en la casa de la novia. La fastuosa residencia de los Díaz Vélez fue ambientada para un banquete espléndido, sin que nadie sospechara su dramático final.

A la hora del brindis, los novios y los padres de pie, recibían los aplausos de la concurrencia y nadie reparó en que uno de los leones del anfitrión se había escapado de su jaula. Intempestivamente, la fiera atacó al novio ante la mirada aterrorizada de María Mathilda y de todos los presentes. Don Eustoquio corrió a buscar un arma y disparó contra el león, matándolo. Pero Juan ya había sido herido de muerte por el animal.

Luego de un desenlace tan lamentable, la “novia viuda”, desolada, deambuló durante meses por la enorme casa hasta que un día decidió terminar con su vida, envenenándose, y dejando al padre con sus leones y sus culpas.

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