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Los basurales-museo de los pobladores del extinto ferrocarril (sur de Chubut)

Por Alejandro Aguado / Texto e ilustración
domingo 07 de agosto de 2022
Los basurales-museo de los pobladores del extinto ferrocarril (sur de Chubut)

En los años 90, la mayoría de los caminos por los que se accedía a las antiguas estaciones del ferrocarril del sur de Chubut, permanecían abiertos. El trazado de las vías se desplegaba por tierras privadas, de establecimientos ganaderos y yacimientos petroleros. Como no existía un camino que se tienda paralelo a los 190 kilómetros del tendido de las vías, se debían dar grandes rodeos para acceder a cada estación. Por ejemplo, en algunos casos, aunque una estación se situara a unos 20 kilómetros de otra, el rodeo para acceder a la siguiente obligaba a recorrer 60 kilómetros extra. La libertad de aquellos años para transitar (aunque accedía con el permiso de los propietarios de las estancias de cada lugar) me permitió recorrer la totalidad del trazado. El trabajo de campo (visitar cada lugar que investigaba), era una de las patas fundamentales para la investigación que estaba desarrollando. Gracias a ello, en 1995 concreté la primera edición del libro “Aventuras sobre rieles patagónicos”. Hoy, con la mayoría de los accesos vedados al paso de visitantes, pese a que muchos de los caminos son vecinales, no podría concretar el libro tal como lo realicé.

Durante esa década aún se podían encontrar intactos los antiguos basurales de los poblados y estaciones. Eran pequeños, no muy abundantes y poco contaminantes por los elementos que componían la “basura” de décadas atrás (comparados con los basurales de la actualidad). Con el paso de las décadas, aquellos basurales se transformaron en muestrarios de la vida cotidiana del pasado.

Con mis compañeros ocasionales de viajes, acostumbrábamos llegar a un lugar y hacer un relevamientos de las instalaciones (cantidad, estado de conservación, etc.) y a continuación explorábamos el entorno. Infaltable era una especie de ritual que consistía en accionar los cambiadores de vías, que pese a las décadas de abandono e intemperie, funcionaban a la perfección. Las vías eran el alma de esos parajes, los que le dieron la vida y comprobar su funcionamiento era como conectarse con la vida del pasado. En derredor, al ras del suelo, semienterrados entre arena volada o al pie de coirones y matas, se desplegaban los elementos de la vida cotidiana del tiempo de los colonos. Predominaban el metal, la madera, la cerámica y el vidrio. En torno a donde se situaron las viviendas, se encontraban infinidad de latas mayormente oxidadas o abolladas, de todos los tamaños y formas, para todo tipo de uso y contenido. Lo que antes se envasaba en latas de metal, cajones de madera o arpillera, hoy fue reemplazado por plástico, nylon, papel o cartón. Lo que más atraía eran las botellas, que las había de cerámica y vidrio, de todas las formas, tamaños, colores, usos y procedencias. Las de cerámica eran las joyas, las figuritas difíciles, las más buscadas. El suelo de lo que fue el pueblo Cañadón Lagarto, por su tamaño y la número de personas que lo habitaron y transitaron, era el más generoso en “antigüedades”. Semi enterrado, se encontraba de todo.

Muchas veces vi entre mis compañeros de viaje despertarse una especie de obsesión o nerviosismo al encontrar sus primeras antigüedades. Encontrar algo motivaba a querer encontrar más. Quien en un momento nadaba cerca, a los pocos minutos estaba a decenas de metros, con la vista perdida en el suelo y así se podía continuar por horas. Resultaba frustrante visitar un lugar y no llevar algún souvenir, alguna antigüedad. Era una carrera contra el tiempo, ya que un día llegábamos y una retro excavadora había removido el suelo abriendo una explanada, en otra visita encontrábamos instalados tanques en lo que fuera un pueblo, y así sucesivamente. El golpe final fue el levantamiento de las vías y durmientes en 2006.

En Cañadón Lagarto era tal la cantidad de restos de porrones de cerámica de ginebra Bols, que se podía llenar la caja de un camión volcador. Pero esa abundancia también resultaba frustrante, porque lo deseado era encontrarlas en buen estado. En Lagarto aparecieron buena cantidad y variedad de botellas de vidrio de bebidas alcohólicas (importadas y nacionales) de principios del siglo XX. También recipientes de vidrio de perfumes, tinteros, medicamentos y de diversos usos, como fijador de pelo. Asimismo, los preciados botellones de cerámica de ginebra, en varios formatos y tamaños (la más rara es la de dos litros y medio, con sello grabado a presión y mango). Una de las más esquivas, difícil de encontrar en buen estado, era una importada de Inglaterra, un envase mediano de cerámica blanca llamada “Robert Porter & Co Limited”, que contenía cerveza. De la única vez que pude ver una que aún contenía la etiqueta, supe su nombre, procedencia y contenido.

En una estación, junto a la que funcionaba un boliche, vivimos una experiencia impactante. Entre matorrales dispuestos contra un faldeo se había acumulado arena hasta formar una pequeña duna. Asomando apenas de la superficie, detecté el lomo de una botella de vidrio.  Despejada la primera, a sus lados aparecieron más. Era una pila de botellas, dispuestas en hilera, una sobre la otra, que la arena las había tapado y con ello conservado. Era tal la variedad y calidad (varias conservaban las etiquetas) que fue posible seleccionar las mejores y más “raras”.

En Parada Km 162 apareció una pequeña botellita de vidrio para medicamentos, con la inscripción grabada en relieve: “YPF. Hospital Presidente Alvear. Comodoro Rivadavia”. Encontrar un recipiente de vidrio con una inscripción que referencie a una institución regional resulta una rareza. La mayoría de lo acumulado en los basureros (en particular en los más antiguos) era importado y con las inscripciones en inglés.

Lo lógico sería que no se tocara lo que perduraba en esos lugares, para que se pudieran estudiar y conservar en instituciones destinadas a tal fin. Pero al ver la velocidad con la que iban despareciendo los parajes y lo que en ellos perduraba, la conclusión era que irremediablemente se iban a perder o destruir. Llevarlos era una forma de conservarlos. Transcurridos 25 años, esa apreciación fue confirmada ya que esos lugares no fueron estudiados y el proceso destructivo nunca se detuvo. Lo que perdura es gracias a aquellos coleccionistas-rescatadores de los elementos que formaron parte de la vida cotidiana del pasado. 

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