De versos y verseros

Estimados: nuevamente yo por aquí, para contarles que la semana pasada recibí un mail de Pascualina, de Km 3, donde me pide que la ayude a descubrir quién puede ocultarse detrás de unos misteriosos mensajes de Whatsapp que viene recibiendo. Solo le dicen “hola” desde un número desconocido. Y el único dato que me puede aportar es que en el perfil de quien le escribe aparece la foto de un costillar.

Apreciada Pascualina, ha venido a buen puerto, nada disfruta más Agalina que estos desafíos. Descifremos juntas, si le parece, el misterio. ¿Quién puede estar escribiendo ese escueto “hola”? Veamos, la imagen de un costillar como foto de perfil podría ser revelador de una manifiesta oposición ante el veganismo. O se puede tratar de un mensaje en clave, más personal hacia usted, Pascualina. Tal vez alguien la ha visto muy flaquita, y le quiere abrir el apetito. Mire, podríamos seguir un día entero elaborando hipótesis… pero a esta altura de la tertulia le confieso que, apenas leí su mail, comprendí que la pretensión del remitente de los mensajes es sencillamente alardear. ¡Con el precio que tiene la carne, mijita! Por eso, mi consejo es que desconfíe. Usted siempre desconfíe de lo que no puede comprobar. Es que lo del “cuento del tío” a la distancia no se inventó ayer, ni es producto de los avances tecnológicos ni de las redes sociales. Para corroborarlo, le voy a contar algo que pasó hace mucho tiempo, en 1903.

¿Se acuerda de Juan Ramón Jiménez, el autor de Platero y yo? Todos, o casi todos, lo leímos en la escuela. Bueno, resulta que unos diez años antes de escribir esa obra, la más reconocida de toda su producción, al joven Jiménez le iba bastante bien con la poesía y comenzaba a saborear las mieles del éxito. Mientras tanto, al otro lado del mundo, más precisamente en la capital peruana, Carlos Rodríguez Hübner y José Gálvez, dos jóvenes limeños, devotos incondicionales del poeta no sabían qué hacer para conseguir un ejemplar de las Arias tristes, la obra de Jiménez que se acababa de publicar. Habían recorrido toda Lima sin poder conseguirlo y sabían que podía pasar muchísimo tiempo hasta que llegara a las librerías de América. Entonces, pisco va, pisco viene, se les ocurrió escribirle una carta a Jiménez pidiéndole el nuevo libro. Y pensaron que si la carta era escrita por una dama tenían más posibilidades de obtener respuesta. Para eso, se inventaron a una bella limeña, romántica y ávida lectora de poesía, que le rogaba al poeta le hiciera llegar el último de sus libros. Le pidieron a una mujer que escribiera la carta que habían redactado para que la letra resultara femenina y le hicieron firmar con el nombre de la prima de uno de ellos: Georgina Hübner.

Juan Ramón respondió enseguida la carta y por supuesto envió como regalo el famoso ejemplar. Las cartas continuaron yendo y viniendo entre España y Perú, los dos admiradores escribían en nombre de la imaginaria Georgina. Hasta que un día el poeta, que era bastante enamoradizo y donjuán, decidió que viajaría a Perú para conocerla. Los dos impostores se vieron obligados a “enfermarla” de tisis. Pero ante la urgencia del enamorado, que insistía con la idea del viaje, no les quedó más remedio que hacerle saber al pobre Juan Ramón que Georgina había muerto. Imagínese la tristeza que le ocasionó la terrible noticia. El episodio inspiró un bello poema y algunos años después, cuando Jiménez supo que todo había sido un engaño parece que se enojó un poco, pero eso ya es otra historia.

Ahora, usted estará pensando, con todo derecho, qué tiene que ver Juan Ramón Jiménez con un costillar. Mi querida, Pascualina, yo lo veo así: si detrás de la imagen de una dulce limeña se pueden esconder dos verseros, no quiera saber lo que hay detrás de este sospechoso costillar. Ignore los mensajes, bórrelos si quiere y prepárese una buena tortilla de papa, que cura todos los males y cuesta menos plata. Aunque nunca se sabe.
Hasta la próxima,