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Yasunari Kawabata: el escritor japonés de la belleza universal _

domingo 27 de junio de 2021
Yasunari Kawabata: el escritor japonés de la belleza universal _
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A 122 años del nacimiento del autor japonés, el primer nipón en ganar el Premio Nobel de Literatura en 1968, exploramos en esta nota parte de su vida y legado literario: su infancia trágica, las primeras obras, el reconocimiento internacional y la preocupación por evocar y representar —más allá de las lenguas y fronteras— lo más bello y eterno que se pueda encontrar, aunque solo dure un momento.



Oscar Wilde, en La decadencia de la mentira, decía que “uno no ve nada hasta que no ve su belleza”. Muchos años después, en otra parte del mundo, un joven escritor japonés se propuso mirar de esa manera y, así, crear una literatura que aún hoy sigue siendo leída y celebrada tanto en oriente como en occidente. Con una destreza notable para crear historias y atmósferas intimistas, en las que exploró distintos rincones del alma humana con una profunda sensibilidad, Yasunari Kawabata se conviritió en el primer autor japonés en ganar el Premio Nobel de Literatura en 1968 y en uno de los narradores más importantes de su generación.

Nacido el 14 de junio de 1899 en la ciudad de Osaka, su infancia estuvo marcada por la trágica muerte de sus parientes más cercanos. A los cuatro años perdió a sus padres y poco después, a su hermana y abuelos. Para los quince, ya se había quedado completamente solo. Él mismo se auto definía como un “niño sin familia ni hogar”. Aún así, luego de su primera formación en un internado, llegó a la Universidad de Tokio, donde había comenzado a estudiar literatura inglesa; pero, al año, abordó la japonesa y se licenció en 1924.

Con 25 años, Kawabata ya era parte de un grupo de intelectuales, con el que llevó adelante la revista Bungei-jidai (Época del Arte Literario). En ella aparecieron muchos de sus primeros textos y además, comenzó a configurarse —según comentan algunos críticos— el estilo shinkankaku-ha: conocido como “la nueva escuela de las sensaciones”. Desde esta perspectiva neosensorialista, con la que se expone una gran sensibilidad e intimidad narrativa en contraposición al estilo “directo y realista” de los escritores proletarios de los años treinta, por ejemplo, Yasunari Kawabata compuso sus obras que han marcado gran parte de la cultura literaria japonesa.


Infancia solitaria


Su infancia estuvo signada por la soledad. Tempranamente fue perdiendo uno a uno a todos los miembros de su familia. Su padre murió de tuberculosis cuando tenía tres años. Al año siguiente falleció su madre, también de tuberculosis. Al poco tiempo también partió su abuela; no mucho después, su hermana. Su abuelo ciego se transformó en el único familiar sobreviviente, y también eso le sería arrebatado. Son los años tristes de Kawabata.


 



Con sus primeras cuatro novela —La bailarina de Izu (1927), La pandilla de Asakusa (1930), Sobre pájaros y animales (1933) y País de nieve (1937)— Kawabata ya se había posicionado como uno de los autores más prometedores de todo el archipiélago nipón. Luego llegaron otras como El maestro de Go (1954), La casa de las bellas durmientes (1961) y Lo bello y lo triste (1965), con las que continuó reflexionando y trabajando sobre aquello que más le interesaba: retratar y evocar la belleza del mundo.

En su discurso que tituló El bello Japón y yo para recibir el Premio Nobel de Literatura, el escritor expresó: “(...) descubrí, por medio de la luz matinal, la belleza de los vasos en un restaurante. Vi esta belleza con toda claridad. Me encontré con ella, por primera vez. Pensé que nunca la había visto hasta ese momento. ¿No es precisamente este tipo de encuentro la esencia misma de la literatura y también de la vida humana? Si digo esto, ¿estoy yendo muy lejos, estoy exagerando mucho? Quizá sea así, pero también quizá no. En mis setenta años de vida es aquí donde por primera vez descubrí y fui consciente de esta suerte de luz que producen los vasos”.

Mucha de esa belleza, Kawabata la buscó en la representación de sus personajes femeninos, en las artes, en la ceremonia del té, en la propia naturaleza que incorporaba en sus obras. El autor trabajó con ese tipo de imágenes con la intención de conmover, de abstraer al lector, como sucede en muchas de sus novelas, para acercarle cierta sensación de lo efímero y a la vez de lo eterno que solo la belleza parece lograr. Es que para distintas culturas, sobre todo la asiática, lo eterno es lo cíclico, lo que se repite, lo que termina y vuelve a comenzar. Y no son pocos quienes allí encuentran cierta paz y esperanza, para alejar la ansiedad y desesperación que puede provocar lo puramente efímero.

Kawabata, en sintonía con el pensamiento budista, sabía que “para dejar de sufrir, había que dejar de desear” y acercarse a esa belleza que resulta más importante que “el propio yo”. Sin embargo, en casi todos sus textos hay un “yo deseante” del que no se puede deshacer por completo. Sus personajes lo padecen y experimentan esa tensión entre lo bello y lo triste, como titula en una de sus novelas más famosas. Esa tensión es el corazón de lo que en aquella región nipona se entiende como mono no aware: esa posibilidad de vibrar con la propia naturaleza y la poderosa sensibilidad que se despierta ante lo fugaz, efímero y perecedero.

[caption id="attachment_726099" align="aligncenter" width="1280"] Kawabata en la entrega del Premio Nobel de Literatura (1968). Foto: Koratai.[/caption]

No obstante, si bien el escritor japonés tuvo una gran preocupación sobre la forma a la hora de crear literatura, no deja de lado la inquietud por el fondo. En este sentido, el escritor argentino Miguel Sardegna, autor de la novela Los años tristes de Kawabata, comentó: “Creo que forma y fondo son elementos inseparables de su arte, como sucede, por otra parte, con los mejores escritores. Un maestro me dijo una vez que ‘el qué es el cómo’. Me gusta esa idea. El modo en que Kawabata trata sus temas es inseparable de los temas mismos. Dicho de otro modo, no puedo imaginar a Kawabata valiéndose de la misma preocupación estética para hablar de temas banales. No puedo imaginarlo, tampoco, abordando los mismos temas universales sin tener preocupaciones estéticas. Sencillamente no sería él”. Y agregó: “Creo que no debemos olvidar nunca que abordamos la literatura de Kawabata desde este rincón del mundo, con nuestros saberes y también con nuestras limitaciones. Oriente nos propone otra estética y otros sueños. Por otra parte, estoy convencido de que hay una belleza que precede a la auténtica comprensión. Si los textos de Kawabata vienen con esa bruma, dejemos que la bruma nos cubra, disfrutemos sin hacer más preguntas, porque no hacen falta las respuestas. No es necesario entender para saber que nos ha alcanzado la belleza”.

“Mucha de esa belleza, Kawabata la buscó en la representación de sus personajes femeninos, en las artes, en la ceremonia del té, en la propia naturaleza que incorporaba en sus obras. El autor trabajó con ese tipo de imágenes con la intención de conmover, de abstraer al lector, como sucede en muchas de sus novelas, para acercarle cierta sensación de lo efímero y a la vez de lo eterno que solo la belleza parece lograr”.



Durante su juventud, el autor japonés también tuvo un gran interés por el lenguaje cinematográfico. Según expone el sitio Movie Data Base, Kawabata fue guionista y actor de obras como Kurutta ippêji (1926), Meshi (1951) y La voz de la montaña (1954). La primera de ellas es un drama mudo en blanco y negro, que está basado en algunos de sus relatos y fue dirigido por Teinosuke Kinugasa, uno de los pioneros del cine japonés. Meshi, por su parte, está dirigido por Mikio Naruse y contó con la participación del escritor como supervisor de guión. Naruse también dirigió La voz de la montaña, basada en la novela homónima de Kawabata (también traducida como El sonido de la montaña) y con guión del propio autor.

No obstante es con la literatura que sigue siendo recordado Kawabata. Celebrada en su país y en el exterior, el autor logró ser el presidente del PEN Club japonés durante cuatro años; ganar en 1959 en Frankfurt la Medalla de Goethe, y en 1968, el Premio Nobel de Literatura “por su pericia narrativa, capaz de expresar la idiosincrasia japonesa con enorme sensibilidad”, como sostuvieron desde la Academia Sueca.

Como referente de las letras, mantuvo conversación con muchos de sus contemporáneos, como Ryūnosuke Akutagawa y Yukio Mishima, otros dos maestros de la literatura japonesa. Con este último, se publicaron las cartas que redactaron entre 1945 y 1970. El fin de la correspondencia tuvo que ver con el suicidio de su gran amigo Mishima, quien se quitó la vida a los 45 años mediante el rito conocido como seppuku. Kawabata ya tenía 70 años, había empezado a tener problemas de salud y una depresión de la que ya no se recuperaría.

Fue solo dos años después, cuando falleció el 16 de abril de 1972 por causas que todavía no están demasiado claras. Algunos hablan de suicidio y otros de un accidente doméstico (una pérdida de gas en su departamento). Pero la duda surge atendiendo su discurso durante la ceremonia de entrega del Premio Nobel. Allí, Kawabata no admite el suicidio como parte de la iluminación personal y espiritual, ni del camino de la pureza. Pero tampoco se sabe si la depresión lo hizo cambiar de idea. Lo cierto es que a 122 años de su nacimiento, la obra de Kawabata sigue siendo motivo de homenaje y celebración, por un legado literario que continúa evocando —más allá de las lenguas y fronteras— lo más bello y eterno, aunque sólo pueda durar un momento.

 

Cultura.gob.ar

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