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El cañadón de las pinturas

Por Alejandro Aguado / Texto y fotografía
miércoles 01 de febrero de 2023
El cañadón de las pinturas

Una vez medianamente ubicado el paradero del sitio, Lidia se ocupó de hacer los contactos que habilitaran el acceso. Viernes 23:00 hs., me confirman que para el día domingo contamos con los permisos y las llaves necesarias para abrir las tranqueras. Alejandro, quien facilitó los contactos y nos iba a acompañar, no puede ir porque tuvo problemas en su campo. Lo reemplaza Daniel. Llego el domingo a las 9:30 hs. a Sarmiento y busco a Lidia. Vamos a la casa de Daniel y su mujer, Karina. Continuamos en dos vehículos. Quien tenía la llave de ingreso a la tranquera principal ya no la tiene, aunque sí la de una tranquera intermedia. Nos arriesgamos y viajamos 50 kilómetros hasta el acceso. Está abierto, lo que es un gran alivio. Nos adentramos, arriesgando encontrarlo con candado cuando llegue la hora de salir.

Es una antigua ruta de tierra, vecina. Se tiende entre vistosos cañadones salpicados de roqueríos, lomadas y el pie de una montaña de 1070 metros de altura. La vegetación es una combinación de matas y arbustos de alta montaña y la de zonas áridas. Algunos carteles dispuestos en accesos a huellas secundarias, advierten: “No ingresar. Clavos” (son maderas con clavos de varios centímetros de altura, enterradas en algún lugar de la huella, de modo que si un vehículo pasa por allí pinche-destruya las cubiertas) Al menos colocaron advertencias, porque en otros lugares no lo hacen. A mitad de trayecto costeamos una laguna seca, que por sus dimensiones podría confundirse con los restos de un lago pequeño. Lo contornean altas montañas de tierras estériles, típico de los estratos que contiene fósiles de dinosaurios. Comenzamos a ascender. A un lado quedan varios cascos de estancias y llegamos a la tranquera intermedia. Allí el camino se transforma en huella y se tiende subiendo y bajando en zigzag en tierras cada vez más áridas pero vistosas por su colorido. Según nos indicaron, pasando el puentecito de madera (tres troncos), la aguada (un pequeño charco de agua verdosa) y el cartel (una tabla de madera), tomamos otro desvío y la huella se vuelve aún más precaria. Nos internamos por un profundo y angosto cañadón de tierras ocres y coloradas de cuyas paredes afloran formaciones rocosas muy vistosas. Llegado a cierto punto, debemos continuar a pie. Lidia, pese a sus vitales 93 años, no puede seguirnos y se queda esperándonos. A medida que nos adentramos en el cañadón estrecho, las paredes ganan altura, afloran rocas ocres con salientes y huecos labrados por el viento y el cauce de un arroyo temporal se estrecha y ahonda hasta unos cuatro metros de profundidad. A los lados se arrinconan bosquecillos de arbustos. Arribamos a una especie de anfiteatro circundado por altas paredes de piedras tobas. Disimulándose entre grietas y huecos, desde lo alto nos vigilan varias parejas de Pilquines (tienen aspecto de ardillas de gran tamaño). El cauce del arroyo pierde profundidad y se le une el agua de un manantial que antiguamente fue contenido en piletones de piedras apiladas. Al centro, dos viejos sauces, solitarios. Sobre la margen norte, un corral de piedras de gran tamaño y contra una pared- alero los restos de una antigua vivienda o refugio con paredes de piedras. Junto a otra pared de la margen opuesta, lo que fueron las bases de piedra de una vivienda o un corral que se taponó de tierra. En aleros sobre la margen sur, lo que buscábamos: las pinturas. Daniel conoció el lugar con su familia, cuando era chico, y le resulta una gran experiencia regresar luego de tantos años. Las pinturas son todas del estilo de grecas, el más reciente de los siete existentes en Patagonia. “Reciente” puede significar hasta 1.500 años atrás. Se corresponden con los motivos y estilo utilizado en tiempos más cercanos por los tehuelches (Aoni Kenk y Gununa Kune). Los plasmaban en su cerámica, en las paredes de cuero de los toldos, en naipes confeccionados con cuero, en huesos y placas de piedra de diversos tamaños y en sus mantos, los quillangos. En el alero principal son de color rojo, verde y amarillo. Las plasmadas en las paredes están muy desgastadas por el clima y se las ve o no según cómo les da el sol. Las del techo se ven nítidas, aunque se nota que extrajeron paneles con pinturas y en su gran mayoría están dañadas. Las intentaron borrar o dañar, rayándolas con piedras o un elemento cortante. Se ensañaron en particular con las verdes. Conociendo costumbres y creencias camperas de un siglo atrás, se puede suponer que quienes habitaron o frecuentaron el lugar, las borronearon para anularles o despojarlas de supuestos poderes mágico-rituales. Conté unos 67 motivos (algunos combinando varios dibujos en uno) en el techo de un alero vecino, medio taponado y cubierto de excremento de Pilquines, se notan medio borrosos numerosos dibujos de color verde. Sobre la margen opuesta, en el alero con la edificación derruida, se conservaban otra docena de dibujos. Allí se nota con claridad la extracción de un gran panel con pinturas. Continuamos por el cañadón, pero recorridos varios centenares de metros regreso porque el cauce del arroyo se ahondaba unos cinco metros con paredes verticales, impidiendo el paso. Daniel y Karina continúan por la margen opuesta. Alcanzan otra construcción en ruinas con un alero que contiene más dibujos de grecas. Aunque también están dañadas, lo peculiar es que las pintaron respetando el espacio y tamaño de pequeños huecos cuadrados de las rocas. Algo llamativo de todos los motivos pintados, es su tamaño muy pequeño. Aunque los dibujos coinciden con el de otros sitios de la región, en comparación estos pueden ser considerados miniaturas. Desde la cima de uno de los faldeos, una gran panorámica: a 4 km del profundo y ancho valle del río Senguer, algo más alejado del del río Mayo y a 50 kilómetros de distancia la silueta de las Sierras del Carril. Lidia aprovechó nuestra ausencia para dormir una siesta. De regreso al camino vecinal, divisamos una camioneta alejándose en dirección a la salida principal. Logramos alcanzarla en la tranquera, previendo que pudieran cerrar con candado, impidiéndonos salir.

Dos décadas atrás, conociendo los campos y su gente, supe de la existencia de este sitio. Al situarse en un lugar tan recóndito y el deber obtener tantos permisos para acceder, creía que nunca lo podría conocer. A veces parece que las circunstancias, dar con las personas justas en el momento justo y las casualidades, se alinean para que algo se concrete. Este fue uno de esos casos. Siempre resulta una grata y enriquecedora experiencia acceder a los sitios en los que los antiguos patagónicos dejaron registro de su presencia. Elegían lugares paisajísticamente bellos en sus particularidades, a los que enriquecían con la simbología de su cultura milenaria. Tierras que hoy a la mayoría nos resultan desconocidas, apartadas y ajenas al modo de vida actual, para ellos fueron de gran importancia. En esas soledades olvidadas, para lo que tenemos raíces directas, se siente la conexión con los habitantes del pasado, con los ancestros. Resulta una experiencia más profunda que ser un simple espectador, trasciende la mirada turística. Aunque hoy no se entienda su significado, los antiguos nos hablan desde la profundidad del tiempo, con las voces del pasado legadas en sus dibujos rupestres. Están allí desde hace centenares de años y allí deben continuar.

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