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En la PENÍNSULA GRANDE del extinto LAGO COLHUE HUAPI

Por Alejandro Aguado / Texto y dibujo
lunes 21 de agosto de 2023
En la PENÍNSULA GRANDE del extinto LAGO COLHUE HUAPI

Desde que comencé a frecuentar las vecindades del lago Colhue Huapi a mediados de los años ’90, el acceso a península Grande o Namuncurá estuvo restringido. La península divide en dos el norte del extinto lago Colhue Huapi. Se tiende en línea recta de norte a sur por unos 20 kilómetros y se eleva a 500 metros sobre el nivel del mar en su parte más alta. Era el último sitio geográficamente relevante del lago que me faltaba conocer y es el que más se destaca a la vista desde todas las márgenes. Nemesio Jerez, quien está a cargo del campo, nos recibió en su domicilio de Sarmiento. Era el sábado 3 de abril y el día anterior había sido especial -como todos los años desde 1982-. Se cumplían 39 años de la Guerra de Malvinas. Cuadros con diplomas honoríficos que le fueron otorgados destacando su participación, enorgullecían el living de su casa. En un quincho, le tomamos fotos junto a una gran bandera con el dibujo de las islas. A un lado de la tela, un pequeño cuadro atesoraba turba y tierra que le trajo un camarada que regresó a la zona de los combates. Mientras charlábamos, llegó Daniel Prieto, quien poco después partió hacia la península en su vehículo. Lo alcanzamos en el camino. Nemesio salió más tarde en su robusta y curtida F100, llevando sus perros.

El camino que bordea la costa norte del brazo oeste, había cambiado mucho respecto de pocos años atrás. Lo habían ensanchado y en tramos modificado el trazado debido a grandes arenales que trepaban el faldeo. Que se expandieran hacia el norte resultaba una rareza, ya que contradice la acostumbrada dirección noroeste en que sopla el viento. Sin embargo, pocas semanas antes en Península Chica, habíamos sufrido el desconcertante embate de una feroz y repentina tormenta de viento y tierra proveniente desde el sureste. Ese era otro de los desconcertantes cambios que sufría la zona.

Al camino de acceso a Península Grande lo habían reacondicionado hacía poco tiempo. El agua de la gran inundación del año 2017 trazó profundos zanjones en el faldeo con suelo de greda y arena por el que se tendía la huella. Hasta el año 2020 permaneció intransitable. Pese a ello, para ingresar Nemesio desafiaba cada zanjón y grieta por profunda y a pique que fueran sus paredes. En consecuencia, debió cambiar los amortiguadores y elásticos de su camioneta, que quedaron inservibles. En un sector donde la península decrece en altura, accedimos a su margen este. En un área donde se despliegan altos arbustos, perduraban en pie algunas de las robustas paredes de ladrillos de adobe de lo que fue el asentamiento de la familia Namuncurá. Para alcanzarla tuvimos que cruzar a pie profundos y anchos zanjones, horadados por los torrentes generados por la inundación. En torno a la antigua vivienda se desplegaba basura que hoy podría ser considerada como un museo de la vida cotidiana del pasado. A corta distancia se situaba la antigua costa, que solía estar tapizada de nutridos juncales que albergaban nutrias y una fauna muy diversa.

Algunos centenares de metros después arribamos al casco de la estancia de Península Grande. Allí estaban Prieto y Jerez, pero también los ocupantes de tres camionetas que acababan de arribar provenientes del sur de la península. Habían ingresado atravesando el lecho del lago desde el oeste. Una de las camionetas se había encajado y estaba cubierta de greda hasta el techo. En las expresiones de los rostros de dos de los viajeros, que permanecían dentro de uno de los vehículos, se podía leer cierto desconcierto. Otro de los viajeros, que se notaba disfrutaba de la experiencia, era un profesor de secundaria que no veía desde aquellos años. Les indicamos el camino “normal” a seguir y continuaron rumbo al casco tapado por dunas de la familia Kruguer.

La vivienda principal era la típica del campo patagónico, tipo “chorizo”, con las habitaciones adosadas una al lado de otra. Daban a una galería abierta y techada, con vista al lago. Con el agua a pleno, que llegaba a pocos metros de la vivienda, debe haber sido un lugar de una gran belleza. Cuando Nemesio se hizo cargo del campo, la vivienda se estaba cubriendo de arena, tanto en derredor como en el interior de las habitaciones. Volverla a la normalidad le demandó semanas de palear tierra. En la galería conversamos largo rato con Nemesio. Nos contó acerca de sus duras experiencias en la Guerra de Malvinas.

Por una huella acondicionada hacía pocos días, contorneamos la península hacia el sur. Hacia la costa opuesta, el efecto conocido como Fata Morgana dibujaba grandes acantilados y hacia el centro del lago destacaba una pequeña elevación sobre la que algo de forma ovalada parecía estar suspendida. A medida que nos alejábamos, el objeto parecía ganar tamaño y altura. De dejar volar la imaginación, daba la impresión de tratarse de un gran ovni posado en el suelo seco del lago.

A medida que avanzábamos hacia el sur el aspecto de la península Grande me resultó algo decepcionante. Vista a la distancia, desde las márgenes del lago, se la aprecia muy alta y rocosa en las alturas. La realidad es otra, ya que consiste en una superposición de lomadas de greda y arena de no más de 300 metros de altura, respecto del lago. En su extremo sur decrece el altura hasta culminar formando playas de arena gruesa, en las que aflora una dispersión de rocas medianas, pulidas por el viento terroso. Hacia los lados, todo es desolación. En ese entorno desértico de lo que fue el lecho del lago, abruma la soledad más absoluta. Es un paisaje muerto, de una muerte inquieta, en movimiento, en constante transformación. Donde la vista debería expandirse por la planicie hasta las costas opuestas, debido a una brumosa nube de tierra en suspensión, se situaban formas confusas, indefinibles. En un momento en que la nube se aplacó y el sol iluminó rasante, dibujó con nitidez a varios centenares de metros un descomunal campo de dunas en lo que sería el centro del lago. Daba la impresión de tratarse de una concentración de pirámides, como si fuera un paisaje del antiguo Egipto. Era las que me comentó el paleontólogo Marcelo Luna, en las que unas semanas antes se había encajado nueve veces al cruzarlas con una moto.

Héctor Martinez, residente en el nacimiento del río Chico, afirmaba que de lograr despojarse de las dunas que se obstinan en sepultar sus viviendas, el problema continuaría por las que se acercan provenientes desde lo profundo del lago. Estaba en lo cierto, aunque en presencia de ellas el panorama es peor de lo que podría imaginarse.

Cuando la luz del sol comenzó a apagarse y el entorno se fue ensombreciendo, hacia el este se dibujaron con nitidez los altos acantilados de piedra de península mocha, las lomadas desgastadas por el viento de antiguas islas de suelo arenoso y dos grandes islas acantiladas de techo plano que el efecto Fata Morgana nos había mostrado como altísimos acantilados. A su vez, lo que aparentaba ser un gran ovni, era un arbusto afincado en un islote. Le comenté a Nemesio que me faltó tiempo para ascender a la parte más alta de la península, a lo que acotó: “Mejor que no, está lleno de pumas por ahí”.

Con cada recorrida por los contornos del lago, aumentaba la dimensión de la descomunal extensión y variedad de paisaje transformado en un desierto reseco. Acceder a la península nos obligó a dar un rodeo de 200 kilómetros más de los acostumbrados respecto de las incursiones por la costa este. Tuvimos suerte que ese día no sopló viento, pero las horas extras que demandó el rodeo, nos redujo la jornada y la posibilidad de explorar en profundidad. En un paisaje que muta a una velocidad por momentos desconcertante, siempre queda más por andar, más por conocer. Lo que vimos ese día fue apenas una aproximación, pero con la satisfacción de haber concretado una visita postergada durante décadas.

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