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Una leyenda que era real

Por Alejandro Aguado / Texto y fotografía
viernes 23 de diciembre de 2022
Una leyenda que era real

Había escuchado en varias ocasiones que una tormenta de tierra, durante una bajante del lago Colhue Huapi, había sepultado el casco de una estancia. La creía una leyenda, una exageración. Si bien el viento siempre expulsó tierra del fondo del lago con cada retroceso de agua, en mis recorridos nunca vi dunas de dimensiones tales que pudieran sepultar edificaciones. Son sucesos extremos que se supondrían exclusivos a zonas desérticas, y por entonces ese no era el caso.

En el año 2006, guiado por rutas que figuraban como tales en viejas cartas topográficas, pero que hoy están en desuso, regresé a río Chico después de 10 años de mi última visita. Ingresé por el camino de Valle Hermoso, cuyo acceso estaba algo modificado por la petrolera que opera en el lugar. Previo a comenzar el descenso, manchones de tierra desvestida de vegetación y acumulaciones de arena suelta anticipaban desertificación. Desde lo alto, previo a comenzar el descenso hacia el río y el lago, la vista panorámica me llevó a detener la marcha. Verlo con sus aguas a pleno, desplegándose hasta el horizonte, entre penínsulas, resultó una vista gratificante. Hasta la laguna que puede ser confundida como parte del lago, que da origen al río Chico, estaba a pleno.

El cauce del río también albergaba agua, pero al alcanzarlo resultó decepcionante comprobar que sólo se trababan de pequeñas lagunas temporarias. Ignoré el primer casco de estancia que se sitúa a la vera de lo que fue el río y continué en dirección al lago. Esqueletos secos de grandes árboles demarcaban el antiguo cauce. La ladera de la margen sur era de greda pelada, salpicada con afloramientos de roca de arenisca y basalto. Tres caballos comían pasto seco y amarillento. El camino doblaba hacia el norte, atravesando el lecho. Luego se tendía a las espaldas de una duna que dominaba el ancho del cañadón. Lo superaban en altura troncos y copas de sauces y álamos. Emergiendo de la cresta de arena también se destacaba el ramaje vivo de tamariscos. Parecía el escenario de una catástrofe. Detrás de la duna se situaba el casco de la estancia de Héctor Martínez. Me invitó a conocer el lugar. Varias ovejas adultas lo seguían como si fueran perritos falderos. La arena sepultaba lo que muchos años atrás habían sido quintas y frondosas arboledas. Un viejo sistema de cañerías, en desuso y oxidado, se estiraba hasta lo que fue río. En su momento cumplía con su propósito de captar agua y hoy solo era un recordatorio de viejas y buenas épocas.

Llamó mi atención un hueco en la duna, semi oculto por el ramerío de arbustos secos. El hueco estaba delimitado por un marco de madera y paredes de ladrillos de adobe. Eran las ruinas de la primera vivienda de la estancia. La redescubrieron cuando el peso de un caballo que pastaba, hundió el techo cubierto de arena y cayó dentro. Una tormenta de viento y arena la había tapado en pocos días y desde entonces nunca volvieron a saber de ella. Era una evidencia de la potencia del viento que, combinado con la arena, resultan sumamente peligrosos.

Lo que perduró en la memoria por medio de la transmisión oral y que creía una leyenda (rural), era real. Hasta entonces, para alguien de ciudad, como lo soy, la existencia de ese tipo de eventos me resultaba inverosímil.

Hoy esa antigua edificación yace bajo una duna de unos siete metros de alto.

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