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Crónicas Ilustradas: Donde comienza (o termina) la Sierra de San Bernardo

Por Alejandro Aguado Texto e ilustración
domingo 29 de mayo de 2022
Crónicas Ilustradas: Donde comienza (o termina) la Sierra de San Bernardo

El paraje Los Monos es conocido a nivel regional sólo de nombre. Salvo los que tienen relación directa con el paraje, no son muchos los que se adentraron en su geografía. Se lo suele nombrar en los medios de comunicación de la región central de Patagonia porque, esporádicamente a lo largo de las décadas se reflota y debaten distintas variantes de un proyecto que prevé la construcción de un dique. Es un tema controversial ya que su existencia podría afectar el caudal de los ya afectados lagos Musters y Colhue Huapi (hoy extinto), situados en el valle de Sarmiento (centro sur de Chubut). El nombre real del sitio es El codo del Senguer y se sitúa entre pie del extremo sur de la sierra de San Bernardo (margen norte del río) y una sucesión de planicies por el sur. Coincide con el límite entre las provincias de Chubut y Santa Cruz. Los habitantes del lugar también lo llaman La Angostura. Tras recorrer más de 110 kilómetros en dirección al sur, allí el río Senguer describe una abrupta y encajonada curva en dirección al norte, para ingresar al valle de Sarmiento y 50 kilómetros después desaguar en el lago Musters. Los Monos en realidad es el nombre de un paraje-boliche de campo emplazado en una planicie, a la vera de una antigua ruta en el lado sur del Codo del Senguer.

La ruta vecinal en pésimo estado, trazada al pie de la cara este de la sierra de San Bernardo, nos condujo hacia ese sector.

Días después de la visita a las vecindades que nos desvió hacia la confluencia del río Mayo con el Senguer, encaramos hacia el extremo sur de la sierra. El pedrero que era la ruta, al final de tu trazado se transformaba en una huella gredosa que culmina inmediata al río Senguer. En la margen opuesta se tendía el desértico faldeo sur del cañadón. Continuamos a pie en dirección al Codo del Senguer o La Angostura, siguiendo un sendero labrado por el tránsito de animales. Gustavo portaba una caña de pesca. El nivel del agua estaba muy bajo, dejando al descubierto grandes extensiones del cauce. A medida que avanzábamos el cañadón se abría delante nuestro, pero a la vez en la lejanía se iba cerrando por una superposición de salientes de los faldeos. A la distancia, en el valle se diseminaban grandes sauces y álamos, los que contorneaban las ondulaciones del río.

A nuestra derecha se desplegaban acantilados de rocas terrosas de 100 metros de altura. En lo alto se escuchaba el rugido del viento al estrellarse contra ellos. Transitamos un área entre los paredones y la costa arbolada, donde un incendio consumió bosquecillos de arbustos. Eran los restos del segundo incendio que observábamos en sectores específicos de la sierra.

Descendimos al lecho del río, aprovechando una amplia área despejada que en épocas de crecientes alcanza los 200 metros de ancho. Daba pena y alarmaba verlo en el estado actual, en condiciones tan peligrosamente reducidas. Daba la impresión que su vida se estaba extinguiendo. En algunos sectores de la costa desprovista de agua, se notaban pozones que con el río a pleno alcanzarían los tres o cuatro metros de profundidad. Nuestra presencia espantó avestruces y a una gran tropilla, que pronto cruzaron el río y se alejaron. Avanzamos en parte dentro del lecho y en tramos costeando pequeños barrancos, mientras Gustavo probaba pescar. Desde allí podíamos observar los faldeos tapizados de grandes desprendimientos de rocas y los acantilados de piedra en toda su plenitud, que se elevaban imponentes. Gustavo detectó la presencia de cangrejos de agua dulce, uno cuyo aspecto se asemeja al de las langostas marinas, pero de color azulado y de un tamaño que al agarrarlo entra en la palma de la mano. En un sector plano y pastoso, tapizado de grandes desprendimientos rocosos, costaba avanzar debido a la vegetación tupida y espinosa. Algunos ejemplares de arbustos debían rondar los 200 años de vida por el grosor de sus troncos. Aunque se haga todo lo posible por esquivar el contacto de las ramas, resulta inevitable recibir pinchazos de las espinas en las piernas. Largo rato se siente el ardor. En la ladera, al pie de unos acantilados, distinguimos unos aleros.

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Ascendimos con cierto esfuerzo, debido a piedras sueltas y al suelo gredoso, duro de sequía y por lo tanto resbaloso.

Decepcionó comprobar que allí no había arte rupestre, debido a las paredes descascaradas y derruidas. Pero la intuición leyendo el paisaje parece que no nos falló, ya que tiempo después encontré en un antiguo texto arqueológico una referencia a la existencia de grabados en ese lugar. En el trayecto de ida y vuelta, observamos rocas en las que habían pintado grandes números. Posiblemente se trate de cuando realizaron los estudios para la construcción del dique que nunca se concretó. En algunos tramos bien podríamos cruzar el río a pie, con el agua hasta las rodillas, para explorar la margen opuesta, pero optamos por retornar al vehículo. De la caminata nos quedó un sentimiento de habernos adentrado en un lugar secreto, oculto y recóndito. De esos cuya existencia resulta insospechada, desbordantes de impactantes atractivos naturales.  Daba pena pensar que de construirse el dique todo el cañadón se inundaría formando un lago que alcanzaría las inmediaciones de las localidades de Río Mayo y Facundo. Se perdería su belleza agreste y numerosos cascos de estancia quedarían bajo el agua.

Además, el lugar resultaría inapropiado por la enorme evaporación que sufriría ya que allí el viento procedente de las planicies del oeste se descarga de forma directa. En los últimos años la falta de lluvias y nevadas en la cordillera de los Andes, donde nacen los ríos Senguer y Mayo, y sus afluentes, debido al cambio climático y el calentamiento global, estaba afectando la cuenca de modo alarmante. Un informe-estudio reciente elaborado por varias instituciones científicas lo corroboraba. Lo acabábamos de constatar personalmente, el río Senguer parecía un ser agónico, cerca de extinguirse.

Como en el viaje anterior a la zona en días previos, el retorno a Sarmiento por la ruta en pésimo estado resultó interminable en una noche helada y de densa oscuridad. Lo único que nos distrajo fue una intensa luz que observamos durante 20 kilómetros en lo alto de la sierra.

Días después, Luis Blatuska, habitante del lugar, me comentó que el río continuó reduciendo su caudal hasta niveles pocas veces visto.

 

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