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En el Genoa, mil metros de viaje en el tiempo

Por Alejandro Aguado / Texto y dibujo
lunes 16 de octubre de 2023
En el Genoa, mil metros de viaje en el tiempo

El valle era abierto y plano, delimitado por faldeos bajos. En tiempos húmedos albergaba el curso inferior del arroyo Genoa, que fluía como un río caudaloso. En algunos sectores se abría en cinco brazos. Desde hacía años el cauce era un pedrero reseco. A la distancia, hacia el oeste, se destaca el contorno azulado de la serranía del Apeleg.

Nos apartamos un centenar de metros de la ruta nacional 40. Una huella que contorneaba el pie del faldeo nos condujo hasta un manantial. Lo habían embalsado mediante un tajamar. El agua que desbordaba formaba un arroyito que daba vida a un juncal. A un lado se desplegaba una explanada algo elevada respecto del valle. Tenía los bordes horadados por el viento y el suelo minado con huecos que eran revolcaderos de guanacos. La superficie removida exponía vestigios de un asentamiento indígena. Abundaban esquirlas de herramientas de piedra, huesos de animales quemados en fogones y manos de morteros de piedra. Buscadores afortunados, en años previos encontraron cuentas de collares y adornos de metal labrados al estilo indígena. “200 años puede tener este sitio”, estimó un arqueólogo que llevé al lugar.

A la explanada la circundaba un bosquecillo de arbustos altos y huesudos. A su lado el faldeo crecía en altura, aterrazado. A continuación, en lo alto, se expandía una meseta con coironales peinados por el viento.

Me resultaban atractivos los parajes que fueron muy transitados u habitados por los humanos. Pareciera que quedan cargados, que el pasado queda latente en el paisaje. En la ruta vecina el tráfico era intenso y perturbaba el natural silencio del entorno. Pero no importaba, el llamado de la tierra nos hacía ignorar los sonidos. Desde que Trudy Bohme me informó de la existencia del lugar, lo frecuentaba para descansar durante los viajes.

Lo desacostumbrado del día era el aire quieto, se lo sentía como suspendido. Caminamos hacia el norte, alejándonos de la explanada. Nos adentramos en un bosquecillo en el que los arbustos tenían nuestra altura. En un claro nos encontramos con un elemento inesperado. Un vagón (una carreta) de un siglo atrás descansaba su existencia. Su estructura rectangular, de tablas gruesas, ruedas y demás elementos que la componían, se conservaban en perfectas condiciones. Parecía como si la hubiesen momificado. Era una imagen que desconcertaba porque se correspondía a un tiempo pasado. Perduraba solitaria entre la naturaleza agreste. Caminamos alrededor, observando ese medio de movilidad que parecía haberse transportado desde el pasado. Pese a su vejez seguía en uso. En su caja almacena fardos de pasto y trigo. A un lado se situaba un bebedero de metal. Le tomamos fotos y, lentamente, demorando el regreso, encaramos el regreso. Finalmente retornamos a los vehículos.

De ir a un sitio a curiosear, adentrándonos en el paisaje, sentimos haber retrocedido en el tiempo. Viajamos a la etapa en que aún se emplazaban tolderías y lo transitaban colonos y exploradores. El valle albergó humanos durante siglos. Hoy las personas lo ignoraban, lo transitaban veloces por la cinta asfáltica en dirección a otros destinos. Esa ausencia hacía que en el paraje el tiempo humano se ancle en el pasado, que lo conserve. Es la magia, el ambiente especial de los paisajes de estepa que no cambian en centenares de años.

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