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En el Cerro Pampanté

Por Alejandro Aguado / Texto y dibujo
lunes 07 de agosto de 2023
En el Cerro Pampanté

Para pasear lejos en el tiempo, nada mejor que conectarse con los paisajes antiguos de lo que fue la cordillera que millones de años atrás se elevaba en el continente Pangea. Hoy, esas montañas de rocas desgastadas por el tiempo y el clima se elevan entre la extensa chatura de la Pampa del Castillo, el reseco Valle Hermoso y el desierto del lago Colhue Huapi. A sus pies se despliega en forma de arco el valle del río Chico, que es solo un recuerdo arenoso. El cerro Pampanté (como lo apodó Covaro, haciendo un juego de palabras), en sus laderas de greda y roca, en vez de árboles y arbustos alberga balancines de la industria petrolera. Rachas de viento acercan y dispersan el ronroneo de sus motores, que es el único sonido ajeno a la quietud del paisaje. Dejamos el vehículo donde un alambrado interrumpe la huella y continuamos a pie contorneándolo. En lo alto, en vez de postes de madera o hierro, al alambrado lo sostienen columnas naturales de piedra, que parecen monolitos labrados. Nos adentramos entre los cerros de piedra siguiendo el trazado de una huella abierta por el tránsito de guanacos. Desde la cima del picacho de mayor altura nos vigila una tropilla de guanacos. Se los percibe expectantes. Damos un rodeo contorneando la base del picacho, ascendemos, les aparecemos de improviso por la retaguardia y huyen alarmados. En un abrir y cerrar de ojos alcanzan una cima vecina y se pierden tras una ladera. En una pequeña explanada inclinada, nos recibe una antigua tumba-chenque de los originarios. El tiempo y el clima dispersaron parte de sus rocas y la rearmamos porque la memoria de los antiguos debe ser conservada y respetada. La conexión humanos-tiempo y naturaleza, en estos cerros siempre está presente. En la cima nos refugiamos tras unas rocas de las típicas ráfagas que azotan las alturas. A nuestros pies, mientras comemos para reponer fuerzas, Covaro detecta una escasa y poco frecuente variedad del aromático té pampa. Es el equivalente a un trofeo natural. El sitio es un mirador privilegiado. Hacia el oeste se despliega la planicie de lo que fue el lago Colhue Huapi, con sus tormentas de tierra. La corriente de aire orienta la manga de tierra hacia el norte, lo que nos da cierta tranquilidad y tiempo para explorar. Inmediata al lago, una panorámica del nacimiento del río Chico, donde los cascos de estancias de los Martínez se ven indefensos ante el avance de gigantescas dunas. “lago y río” son un decir, ya que de ellos solo perduran los nombres. Luego el curso del río se adentra tajeando la serranía con un profundo cañadón y a continuación traza una amplia curva. Finalmente se aleja hacia el norte, perdiéndose en zigzag en el horizonte de cielo blanqueado de arena. Entre los pliegues de las profundidades se sitúan otros cascos de estancias, que ya no funcionan como tales, acosadas por la sequía y la desertificación.

Hacia el este la silueta del cerro Tortuga hace honor a su nombre. A sus pies se despliega un alto, oculto e ignorado acantilado de rocas que se despliega por 10 kilómetros. Algo más alejadas pueblan el paisaje bases e instalaciones de la actividad petrolera. A la distancia parecen ciudades futuristas. Sin embargo, en las alturas del cerro, separados de los yacimientos petroleros por el profundo cañadón del río Chico, sentimos estar en otro mundo, una realidad ajena, más antigua y conectada con la Patagonia de paisajes intactos. Dan ganas de permanecer horas, de continuar adentrándose en el paisaje. Durante el descenso, al pasar por un picadero, nos despide un amigable y pequeño Viento Vivo. Partimos de regreso cuando la nube de tierra amenaza venírsenos encima.

Caminar esas montañas desconecta, como si transportara a tiempos ajenos a la presencia humana. Caminarlas es como remontarse a millones de años atrás. Se debe forzar la imaginación para visualizar los tiempos en que se elevaba en un entorno de tierras planas e inundables, que se asemejaba a la selva del Amazonas y lo habitaban dinosaurios. Los humanos somos apenas un parpadeo en su existencia. Esas antiguas moles rocosas que se perciben desgastadas, siguen y seguirán resistiendo. Son testigos privilegiados de la historia de la tierra.

Transcurridos algunos años, en un mapa de la década de 1920 encuentro que el nombre del cerro era “Negro”. Opto por continuar llamándolo Pampanté, como lo bautizó Covaro. Me resulta de un contenido más poético, y me recuerda al amigo.

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