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“Chu”, un guanaco con historia

Por Alejandro Aguado / Texto e ilustración
lunes 19 de septiembre de 2022
“Chu”, un guanaco con historia

Desde miles de años atrás los guanacos integran el paisaje patagónico. En pinturas rupestres los pueblos originarios plasmaron la importancia que tuvieron para su subsistencia y su modo de vida. Hoy son una presencia que, de tan acostumbrada, los pobladores suelen ignorar. En zonas rurales apartadas se los suele encontrar por centenares. Con suerte se pueden ver peleas de machos, que suelen ser muy impactantes por la ferocidad. Muy rara vez se puede interactuar con alguno y sus existencias nos resultan anónimas. Asencio Abeijón, el cronista del tiempo de los colonización de Patagonia, en “El guanaco vencido” legó uno de los pocos textos que narran y reconstruyen la historia de un guanaco durante los estadios de su vida. Es un texto muy ameno que impacta por la capacidad de observación del autor.


Ante la presencia de un vehículo transitando por una huella de estancia, una tropilla de guanacos huyó hacia alturas rocosas.

Una hembra se retrasó para proteger a su cría de pocos días. Como al chulengo aún le faltaban el vigor y velocidad de sus pares, la madre lo escondió tras una mata y se alejó al galope. El vehículo siguió de largo para simular que la treta había dado resultado. De regreso, al anochecer, el chulengo seguía echado en el mismo lugar. Lo llevaron para criarlo en el casco de una estancia, situado en un valle entre altas montañas. Lo llamaron “Chu” y desde entonces fue la mascota exótica. Un empleado, José, se ocupó de criarlo. Chu lo adoptó como padre y lo acompañaba en la vivienda. Cuando deambulaba por las instalaciones solía hacerlo en compañía de los perros, como si se considerara uno de ellos. Se sabía cuidado, el centro de atención, y actuaba como si fuera un chico consentido. Cuando su tamaño superó al de los perros, se integró a las tropillas de caballos que pastaban en el valle. Al menos en su aspecto y costumbres se le parecían. Se bromeaba afirmando que tenía un problema de identidad.

Reunidos en el puesto de José, resultaba peculiar observar que un guanaco abriera la puerta e ingresara en busca de cariño. José lo abrazaba por el cuello con los dos brazos y Chu correspondía al afecto apoyando la cabeza sobre sus hombros. Acariciarlo no resultaba tarea fácil, ya que su pelo solía estar impregnado de tierra y restos de vegetales secos.

Pese a su crianza entre humanos, se volvía agresivo cuando se encontraba de improviso con personas que no conocía. Más de un visitante se llevó un buen susto, acosado por empujones o mordiscos. Cuando se acercaba sigiloso, con las orejas echadas hacia atrás, había que alejarse de inmediato. Cuando alcanzó la edad adulta centró su atención en las tropillas de guanacos que residían en las alturas vecinas, y se alejó. Siguiendo su instinto, posiblemente intentó destronar a otro macho y despojarlo de tropilla de hembras. Se volvió habitual verlo vagar por los contornos del valle, sin que se acercara a las casas. Sus visitas se fueron espaciando.

Una noche, cuando José ya no trabajaba en la estancia, unos fuertes golpes en la puerta de la que fuera su vivienda, despertaron a su reemplazo. El miedo le impidió abrir. Con la luz del día, encontró muerto a Chu, que había intentado refugiarse en la vivienda. En sus recuerdos, ese era el refugio ante el peligro. Hasta allí lo persiguió el puma que lo mató de un zarpazo. Chu, para los humanos que lo conocieron, fue una excepción, una rareza. Tuvo nombre y una historia. Estas líneas lo recuerdan.

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