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El puesto de Península Mocha en el extinto lago Colhué Huapi

viernes 13 de mayo de 2022
El puesto de Península Mocha en el extinto lago Colhué Huapi

Por Alejandro Aguado (Texto e ilustración)

Obtenido el permiso del propietario del campo, nos propusimos llegar a la península Mocha. Se sitúa en la costa este del extinto lago Colhué Huapi.

Resultaba un desafío ya que por noticias de otros viajeros, en las inmediaciones se tendían campos de dunas y los caminos estaban destruidos por zanjones labrados por el agua.

En el nacimiento del extinto río Chico nos detuvimos a saludar a Héctor Martinez, cuya vivienda resiste al asedio de dunas peligrosamente inquietas y dañinas. Luego continuamos transitando por lo que va quedando de la antigua ruta que se despliega paralela a la costa.

Con la península a la vista, nos desviamos en su dirección por una huella claramente dibujada en el paisaje ralo de la estepa.

Descendía hasta alcanzar un alambrado y desde allí lo bordeaba. Unos dos mil metros antes de la península se interrumpía sobre una lomada. Descendimos siguiendo el reciente rastro de vehículos que se internaron campo traviesa.

Al pie del pequeño faldeo se abría en dos. El suelo se notaba extremadamente seco y suelto, de greda y arena. Optamos por una huella que se interrumpió a poca distancia. Nos detuvimos para estudiar el terreno y decidir qué hacer.

Caminamos un centenar de metros hasta un bosquecillo de robustos y abultados matorrales dispuestos sobre una plataforma gredosa, algo elevada. La otra huella llegaba hasta allí. Retornamos a la camioneta y cuando intentamos salir las ruedas traseras se encajaron en el suelo blando y suelto. La tracción 4x4 de la camioneta había dejado de funcionar a mediados de 2016 al aflojarse los eslabones de la cadena de tracción. Pese a ello, arriesgué activarlo para probar si podía ser de ayuda y funcionó a la perfección.

Pareciera que arreglos recientes y cambios de repuestos la habían acomodado. Gracias a ello pudimos continuar sin inconvenientes hasta los arbustos. Unos tocones de gruesos troncos de álamos y tablas de madera, dispuestos al reparo de uno de los arbustos, evidenciaban que el sitio solía ser utilizado como campamento. Lo aprovechamos para comer. Aunque el viento sople huracanado, con una intensidad tal que hasta dificulte respirar cuando se camina enfrentándolo, basta refugiarse tras un arbusto para gozar de la más absoluta calma.

Están perfectamente adaptados a lo peor del clima patagónico y lo único que puede con ellos es el viento que les horada el suelo al cual se arraigan las raíces y sequías prolongadas.

En los alrededores observamos la presencia de caracoles marinos, caparazones de almejas y conchas de mar, evidencia del muy antiguo contacto e intercambio de grupos humanos residentes en el interior del territorio, con los de la costa atlántica. Los dejamos en el lugar para no alterar lo que es valiosa información, por si en un futuro al lugar acceden arqueólogos.

Algunos metros hacia el sur se desplegaban a diferentes alturas las lomadas de antiguas costas, en lo que era una bahía entre las penínsulas Chica y Mocha. Al frente, los dos cerros de península Chica se destacaban por su gran altura, característica que no percibimos las dos veces que la transitamos.

A esa bahía, hoy una planicie polvorienta, dos años antes nos había alegrado la vista con el agua a pleno. En derredor, abundaban los vestigios de los habitantes milenarios, en relación a la utilización de los recursos naturales del lago y su entorno.

Por ejemplo, en pesas confeccionadas con piedra para ser utilizadas en redes. Continuamos por la costa en dirección a la península, pero como no presentaba mayores atractivos, nos desviamos hacia el norte adentrándonos en una planicie con apariencia de laguna seca. Caminábamos en partes sobre un colchón de yuyos secos (algunos de antiguos juncales) y en partes sobre un suelo arenoso que, de tantos años de sequía, se presentaba resquebrajado y con profundas hendiduras.

Parecía que en cualquier momento el suelo se abriría y caeríamos dentro de un hueco. Por allí también se encontraban pesas confeccionadas con piedras, para redes de pesca. Sobre la margen norte se tendía un pequeño barranco –faldeo, desvestido de vegetación, con el suelo rabiosamente desgastado y con profundas canaletas labradas por el viento. Se preservaba parcialmente gracias a la resistencia de arbustos curtidos de intemperie. Allí, una vivienda se mimetizaba con el color del paisaje.

A la distancia resultaba casi imposible visualizarla, salvo por el hueco oscuro de una puerta. Mientras su lado norte permanecía libre de arena al recibir el impacto directo del viento, sobre las paredes restante se acumulaban dunas de diferente altura.

Consistía de una habitación con bloques de cemento y, adosado en la parte trasera, un galponcito de ladrillos de adobe. De tan secos, con apenas tocarlos los adobes se resquebrajaban. A través de un hueco, junto a lo que quedaba de la puerta del galponcito, se observaba el interior, semi relleno de arena.

De ingresar, se corría peligro de quedar atrapado bajo un derrumbe. A un lado, de una letrina de adobe apenas perduraban las bases de las paredes. Algunos tambores para almacenar agua y los corrales, apenas asomaban del suelo.

La presión ejercida por el peso de un metro y medio de arena acumulada, había abierto la puerta de madera de la habitación de bloques. Se podía ingresar agachado. Era como adentrarse en una cueva. En el interior perduraban una mesa, dos camas, un colchón (colgado del techo) dos bancos, dos estantes repletos de frascos de vidrio y latas, ollas, tachos de hierro, mates y dos pavas de metal que algún pájaro reutilizó como nidos acondicionándolas con ramitas.

Los vidrios de la ventana de la pared que daba al norte estaban opacos, esmerilados por el azote del viento cargado de tierra. Los vidrios de otra ventana se habían roto por el peso de una duna que se había recostado sobre ella.

Por allí ingresaba cubriendo una mesa, un banco y una cama. En tiempos normales la vivienda se conservaría con un mantenimiento mínimo. Pero ahora parecía estar bajo el asedio de un ser vivo empeñado en borrarla, destruirla aplastándola, resquebrajándola, ahogándola de sequedad. Como hasta no hace tanto tiempo ese era el único sitio al sur de la estancia de la familia Kruguer que contaba con un manantial de agua potable, décadas atrás contó con un residente permanente. Ante el desolador panorama actual, costaba imaginar que allí se elaboraban quesos para vender en el extinto paraje Parada Km 162, un antiguo pueblo-estación ferroviaria situada al sureste del valle de Sarmiento.

Posteriormente, Luis Kruguer, uno de los actuales propietarios del campo, utilizaba el puesto para pasar la noche cuando salía a recorrer el campo a caballo y se le hacía tarde. Hoy, el paraje es hostil para la vida, carente de agua y constantemente asediado por tormentas de arena.

Luego nos apartamos y ascendimos un cerro desde el que se dominaba una amplia panorámica del entorno. Diez mil años atrás, cuando el Colhué Huapi y el lago vecino Musters formaban un único lago, las penínsulas Mocha y Chica fueron grandes islas y las alturas donde nos situábamos era parte de la antigua costa.

Comparando cartas topográficas de la década del ’50 y fotos satelitales de principios de los 2000, se apreciaba el cambio en las cotas y el sucesivo retroceso del lago. En los años ’50 la península Mocha estaba unida al continente por una estrecha franja de tierra y el puesto se emplazaba en lo que era costa. Luego, a medida que el agua fue retrocediendo, la planicie se transformó en una laguna unida al lago por medio de un canal, para finalmente transformarse en una laguna independiente que concluyó en mutar a la planicie reseca que atravesamos caminando.

Debido a la poca profundidad del lago en el sector que mutó a laguna, el abrigo brindado por los cerros vecinos y la antigua y nutrida vegetación, allí abundaban los vestigios de los antiguos, que evidenciaban una práctica continua y sostenida de la pesca con redes. En esa área, en las varias costas que se apreciaban a simple vista, quedó registro de los sucesivos cambios del lago, con sus crecientes y bajantes.

Retornando a la camioneta cambió la dirección de lo que era un viento suave, casi una brisa. Ello bastó para que nos envolviera una nube terrosa que de tan densa parecía neblina. Los cerros de los alrededores se esfumaron como si nunca hubiesen existido. Tuvimos que recurrir al uso de barbijos y antiparras. Se dificulta ver y respirar.

Por el abrigo ante el viento que brindan los faldeos en torno al puesto y la montañosa península Mocha, con el lago a pleno, el lugar fue muy propicio para el asentamiento humano y visualmente muy atractivo. Allí se desplegaban bosquecillos, pastizales y juncales, y con ello abundaba fauna para cazar. A su vez, las aguas bajas de lo que fue parte de la bahía y luego laguna, favorecían la pesca con redes.

El humano que respetó y cuidó el entorno, que utilizó los recursos que le brindaba la naturaleza, ya no está. Para el humano urbano actual el desastre ecológico parece no existir porque se sitúa en parajes apartados, fuera del alcance de la vista.

Hoy, lo que va quedando es tierra arrasada. Mientras se lo ignora, el desierto avanza y se expande, como si fuera un ser cuyo único propósito es el de provocar muerte.

Si los pueblos originarios, o los antiguos colonos, pudieran ver en lo que se transformó el lugar, les resultaría como vivenciar una pesadilla.

Gracias a: Luis Kruger.
Nota: al lugar se accede sólo con permiso de los propietarios.

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